14 de marzo de 2012

El guardián entre el centeno

  Phoebe dijo algo pero no pude entenderla. Tenía media boca aplastada contra la almohada y no la oía.
  —¿Qué? —le dije—. Saca la boca de ahí. No te entiendo.
  —Que a ti nunca te gusta nada.
  Aquello me deprimió aún más.
  —Hay cosas que me gustan. Claro que sí. No digas eso. ¿Por qué lo dices?
  —Porque es verdad. No te gusta ningún colegio, no te gusta nada de nada. Nada.
  —¿Cómo que no? Ahí es donde te equivocas. Ahí es precisamente donde te equivocas. ¿Por qué tienes que decir eso? —le dije. ¡Jo! ¡Cómo me estaba deprimiendo!
  —Porque es la verdad. Di una sola cosa que te guste.
  —¿Una sola cosa? Bueno.
  Lo que me pasaba es que no podía concentrarme. A veces cuesta muchísimo trabajo.
  —¿Una cosa que me guste mucho? —le pregunté.
  No me contestó. Estaba hecha un ovillo al otro lado de la cama, como a mil millas de distancia.
  —Vamos, contéstame —le dije—. ¿Tiene que ser una cosa que guste mucho, o basta con algo que me guste un poco?
  —Una cosa que te guste mucho.
  —Bien —le dije. Pero no podía concentrarme.[...]

  —¿Sabes lo que me gustaría ser? ¿Sabes lo que me gustaría ser de verdad si pudiera elegir?
  —¿Qué?
  —¿Te acuerdas de esa canción que dice, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno...»? Me gustaría...
  —Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno» —dijo Phoebe—. Y es un poema. Un poema de Robert Burns.
  —Ya sé que es un poema de Robert Burns.
  Tenía razón. Es «Si un cuerpo encuentra a otro cuerpo, cuando van entre el centeno», pero entonces no lo sabía.
  —Creí que era, «Si un cuerpo coge a otro cuerpo» —le dije—, pero, verás. Muchas veces me imagino que hay un montón de niños jugando en un campo de centeno. Miles de niños. Y están solos, quiero decir que no hay nadie mayor vigilándolos. Sólo yo. Estoy al borde de un precipicio y mi trabajo consiste en evitar que los niños caigan a él. En cuanto empiezan a correr sin mirar adonde van, yo salgo de donde esté y los cojo. Eso es lo que me gustaría hacer todo el tiempo. Vigilarlos. Yo sería el guardián entre el centeno. Te parecerá una tontería, pero es lo único que de verdad me gustaría hacer. Sé que es una locura.

14 de julio de 2011

La elegancia del erizo

  Abro el sobre y leo esta notita escrita en el reverso de una tarjeta de visita tan gélida que la tinta, triunfando sobre cualquier pedazo consternado de papel secante, se ha corido ligeramente debajo de cada letra.

Señora Michel,
¿podria usted, recibir y firmar en mi nombre 
la ropa que manden del tinte esta tarde?
Esta noche pasaré por la portería para recogerla.
Gracias de antemano,
Firma garabateada.

  No me esperaba tanta hipocresía en el ataque. De estupefacción me dejo caer sobre la silla más próxima. Me pregunto de hecho si no estaré un poco loca. ¿Les produce a ustedes el mismo efecto cuando les ocurre?
  Consideren lo siguiente:
  El gato duerme.
  ¿La lectura de esta frasecita anodina no ha despertado en ustedes ningún sentimiento de dolor, ningún arranque de sufrimiento? Es legítimo.
  Consideren ahora en cambio:
  El gato, duerme.
  Repito, para despejar toda sombra de ambigüedad:
  El gato coma duerme.
  El gato, duerme.
  Podría usted, recibir y firmar en mi nombre.
  Por un lado tenemos ese prodigioso empleo de la coma que, tomándose libertades con la lengua porque no suele ocurrir que se separe el complemento del objeto directo del verbo que lo rige, magnifica la forma de la oración:
  Me hicieron, por la guerra y por la paz, tantos reproches...
  Y, por otro, estos borrones sobre el papel de vitela de Sabine Pallières que clavan en la frase una coma convertida en un puñal. 
  ¿Podría usted, recibir y firmar en mi nombre la ropa que manden del tinte esta tarde?
  Si hubiese sido Sabine Pallières una honrada portuguesa nacida en Faro bajo una higuera, una portera recién revenida de un pueblito de Puteaux o una retrasada mental tolerada por su caritativa familia, habría podido yo perdonar de buena gana esta ligereza culpable. Pero Sabine Pallières es una rica. Sabine Pallières es la esposa de un pez gordo de la industria armamentísitica; Sabine Pallières es la madre de un cretino con trenca verde pino que, tras sus varias carreras en las mejores universidades del país, probablemente irá a difundir la mediocridad de sus ideas de chicha y nabo en un gabinete ministerial de derechas; y, otrosí, Sabine Pallières es la hija de un pendón con abrigo de visón que forma parte del comité de lectura de una importantísima editorial y que está tan enjaezada de joyas que, a veces, temo que pueda desplomarse por el peso.
  Por todos esos motivos, Sabine Pallières es imperdonable.

Muriel Barbery

12 de junio de 2011

Rayuela

y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba en un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias.


Julio Cortázar